Cinco días, sólo cinco he pasado de vacaciones en Londres. Dicen que cuando conoces a una persona formas tu primera impresión sobre ella en quince segundos; a mí me sobraron diez para que esta ciudad lanzara sobre mí su hechizo. Para poder abarcar un abanico tan amplio como el que ofrece Londres en un espacio de tiempo tan reducido hemos tenido que forzar la maquinaria al máximo. Sin embargo, si no hubiéramos podido visitar la National Gallery, con su emocionante "Venus del espejo", el Museo Británico, con su reveladora piedra Rosetta, la catedral de San Pablo, con sus exaustos más de trescientos escalones, o Harrods, con su estética lujosa y hedonista, no me hubiera importado. Las calles de Londres emanan una esencia cautivadora; la languidez que le imprimen las nubes encapotadas que la cubren es combatida por los colores vivos de las flores que cuelgan por todas partes, de las puertas de las casas de estilo victoriano, de la peculiaridad de los puestos del mercadillo de Portobello y de las alfombras verdes de sus jardines.
Ahondar en sus secretos y pasear por sus calles con el amor de mi vida ha sido una bocanada de oxígeno y un privilegio maravilloso.
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