A pesar de que trato de pensar en ello lo menos posible, a veces me viene a la mente la idea de la muerte. Más allá de las habituales disquisiciones sobre qué es, qué hay tras ella y sus correspondientes interpretaciones religiosas -cuestiones en las que no me atrevo a ahondar, sobre todo por mi propia salud mental- me pregunto con qué cuenta el ser humano cuando se ve cara a cara con la Innombrable. La vida de una persona, cuando nace, se asemeja -o al menos en mi imaginación- a un libro en blanco o a un álbum de fotos sin estrenar. Su elaboración depende de uno mismo y, en mayor grado, de sus circunstancias. De manera que cuando uno ha perdido la lozanía, la juventud, la vitalidad y la salud; cuando los bienes materiales y la posición social no son sinónimo de bienestar ni de desasosiego; cuando nada puede alejarle del destino más inminente, ¿qué le queda?, ¿qué es lo último de lo que el ser humano se ve privado? Mi respuesta, que obviamente no es un axioma indiscutible ni inapelable, son los recuerdos. Un moribundo, al diluirse lentamente su existencia en el mundo, sólo puede gozar de un placer: releer su libro o mirar su álbum de fotos, llegados ambos a su culmen.
Los recuerdos son únicos, personales e intransferibles, por lo que considero que esa es la mejor herencia que te puede dejar un ser querido: el recuerdo de un beso, de una caricia, de unas vivencias compartidas. La realidad de esos momentos se desvanece como el humo, pero su recuerdo se graba a fuego en el corazón y en la mente del que los ha vivido.
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