Seguro que todos en algún momento hemos escuchado la típica frase: "sí, mi madre y yo no nos llevamos bien, pero la quiero porque, al fin y al cabo, es mi madre". No sé si se debe a las circunstancias que han rodeado mi existencia, pero a mí eso de la "llamada de la sangre" me resulta más propio del mundo animal que del humano. Dejando de lado la genética - para qué nos vamos a engañar, ¡soy muy de letras! - el concepto de familia, tal como se nos ha inculcado de forma tradicional, se sostiene con alfileres.
Es innegable que cada persona es portadora de un tanto por ciento de los genes paternos y de otro tanto de los maternos, pero ello no obliga a albergar unos determinados sentimientos por nuestros progenitores. El parentesco no es sinónimo de lazo de unión, y si éste no se complementa con afecto, comprensión e interés resulta vacío y carente de valor.
De modo que ¿cuál es el criterio que delimita los cánones de una familia?. La vida es más breve de lo que nos gustaría, por lo que mi consejo es que no perdamos el tiempo comiéndonos el turrón y el mazapán con gente a la que no hemos visto en años sóla y exclusivamente por compromiso. Tengamos la suficiente personalidad y autonomía de pensamiento y acción para formar nuestra propia familia con aquellos que constituyen un verdadero baluarte en nuestras vidas, pues nos confían sus experiencias y se involucran en las nuestras.
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